Marmato, el drama de un pueblo que vive sobre una montaña de oro

Los habitantes de Marmato, Caldas, explotan un oro que, según la Gran Colombia Gold, ya no es suyo. Ahora luchan por algo más que un incierto futuro económico: la dignidad y el derecho a permanecer en la tierra de sus ancestros.

Por Natalia Roldán

19 de noviembre de 2014

Marmato, el drama de un pueblo que vive sobre una montaña de oro
Marmato, el drama de un pueblo que vive sobre una montaña de oro

Marmato, el drama de un pueblo que vive sobre una montaña de oro

 

Los marmateños viven sobre la montaña que guarda su desgracia. Debajo de sus pies están los veinte mil millones de dólares en oro que se han convertido en su perdición. Quienes hasta ahora conocen su historia pensarán que este pequeño municipio de Caldas es afortunado y próspero, pero nada se opone más a la realidad. El aire, allá en lo alto de la Cordillera Occidental, huele y sabe a tierra por la abundancia de senderos destapados. Allá, el burro y los pies son los más eficaces medios de transporte. Allá, los enfermos deben aliviarse antes de las seis de la tarde, porque a esa hora se cierra la única droguería del pueblo. No falta nada importante, pero tampoco sobra. 

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En Marmato solo hay oro de más. Y cerveza, tal vez. Se ven más compraventas de polvo dorado que panaderías, y muchos más molinos donde se filtra este mineral precioso, que restaurantes. A solo unos pasos de las casas de los mineros se encuentran 551 bocaminas que, según la Agencia Nacional de Minería, se dividen en 121 títulos mineros. De ellos, 96 pertenecen a Gran Colombia Gold, la empresa creada con recursos canadienses que en 2010 compró los títulos de Colombia Goldfields y que hoy es dueña del 79 % de la montaña del denominado «Pesebre de oro de Colombia». 

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El suelo y el subsuelo colombianos son del Estado, que se encarga de otorgar derechos de explotación a mineros o empresas interesados en sacar estos recursos perecederos de la tierra. En Marmato, los títulos solían repartirse con generosidad y descuido: cualquiera que cavara un túnel recibía uno con solo mostrar la cédula. Quien tiene una licencia puede venderla, pero si es desalojada vuelve a manos del Estado y este debe cederla nuevamente sin cobrar un peso. En ese ir y venir de títulos mineros llegó a Caldas Gran Colombia Gold, que a medida que se expande por la montaña da a conocer su interés por explotarla a cielo abierto; ese decir, cercenándola de arriba abajo. Aquí empieza el infierno de los marmateños, quienes, en caso de que el proyecto de la empresa se realice, tendrán que desalojar sus tierras. Por fortuna, la última noticia que ha dado la compañía es que concentrará sus esfuerzos en un proyecto de minería subterránea. La población, sin embargo, desconfía. 

Tratar de entender la situación de Marmato es como intentar armar un rompecabezas de dos mil piezas que no encajan. Antes de que Gran Colombia Gold se proclamara dueña de decenas de títulos mineros, muchos de ellos estuvieron en manos de Mineros de Caldas, luego de Colombia Goldfields y posteriormente de Medoro Resources –que se fusionaría con Gran Colombia Gold con el objetivo de tener el músculo suficiente para realizar proyectos mineros a gran escala–. En ese juego de relevos, los más de nueve mil habitantes de Marmato, que desde hace 400 años sacan oro de su tierra, han perdido el derecho sobre ella, ya que fueron vendiendo sus licencias de explotación. Por eso ahora viven con miedo de que las grandes empresas, en su urgencia económica, los obliguen a trasladarse lejos de la montaña que les permite subsistir.

La relación entre los pobladores y las empresas es tortuosa. Cada cual tiene una versión de los hechos. Se contradicen entre sí, se enredan y se desenredan, se defienden y se atacan. Gran Colombia Gold alega tener libertad de acción sobre las minas porque es dueña de los títulos y asegura –con excesiva reiteración– que opera «en cumplimiento de la ley y bajo los más altos estándares de ética, integridad y seguridad para los empleados, las comunidades y el ambiente», según Jose Ignacio Noguera, vicepresidente de asuntos corporativos y sostenibilidad de la compañía. La comunidad, en oposición, dice que esta y las demás empresas que pasaron por sus tierras llegaron, ultrajaron su cultura, no tuvieron en consideración sus necesidades y manipularon la ley a su gusto para vulnerar sus derechos. 

 

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Cada entrada a la mina es incierta.  Todo el mundo puede entrar, pero no sabe si va a salir.

Maniatados

El sueño de Johann Bolaños era ser alcalde de Marmato. Estaba convencido de que él podía hacer la diferencia. «Muchas cosas habrían cambiado, porque tenían dos opciones: o dejarme trabajar o matarme», afirma con contundencia este minero de sonrisas escasas y que maneja su propio molino. Cree que los alcaldes de turno han sido puestos entre la espada y la pared. Ante el poder de las empresas y del Estado, las manos de los políticos locales están atadas. Y esto lo confirma Héctor Jaime Osorio, el alcalde actual: «Yo me siento maniatado –dice casi susurrando–. Hay que cumplir obligaciones administrativas que me exigen actuar en contra de los mineros. Tengo que hacer cumplir una orden que me llega de más arriba, pero allá no se dan cuenta de que mis acciones pueden generar un caos social, que la gente aquí vivía del oro, se quedó sin empleo y ahora no tiene forma de subsistir». 

Osorio hace referencia a casos como el de la mina La Villonza, donde trabajan de manera ilegal mineros tradicionales de la región –conocidos como guacheros–, a pesar de que sus títulos pertenecen a Gran Colombia Gold. El alcalde, por ley, debería sacarlos, pero ellos se rehúsan a irse. «Cuando estas empresas empezaron a adueñarse de la montaña, dejaron de trabajar por años en los socavones, les echaron candado y además compraron y destruyeron molinos –cuenta Bolaños–. Según la ley, el que ellos se hayan ido nos da libertad a nosotros de explotarlas nuevamente». El código de minas les da la razón: los contratos de títulos mineros deberían darse por terminados si la persona o compañía encargada de explotar el socavón deja de hacerlo por más de seis meses. 

 

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Los molinos donde se filtra el oro están ubicados uno al lado del otro y trabajan las 24 horas del día. Son estructuras improvisadas en las que hay que tener cuidado al pisar.

 

Sin embargo, según José Vicente Zapata, abogado experto en el tema, en un país como Colombia estos contratos no suelen terminarse, por múltiples razones: «La empresa llega, recibe un título, pero le dicen que primero debe esperar una licencia ambiental y en eso se toman diez meses. La ola invernal inunda la región y deben cesar las actividades. Llegan grupos armados al margen de la ley y toca dejar de explotar. Así que el titular se presenta ante la autoridad competente y explica que tuvo que dejar de trabajar, pero por razones ajenas a él». Esto fue lo que ocurrió en Marmato: Gran Colombia Gold aseguró que tenía las minas quietas porque los guacheros estaban impidiendo las actividades de exploración y explotación. Por lo tanto, para la Agencia Nacional de Minería los guacheros siguen siendo ilegales. 

Aunque nada quedó registrado en las actas de las autoridades mineras, los marmateños se sienten violentados y olvidados. «Con hachas y acetileno no solo destruyeron los molinos –dice Bolaños–, destruyeron también nuestro pasado. Destruyeron nuestras almas. Destruyeron nuestro bien común. Destruyeron nuestras fuentes de trabajo. Destruyeron nuestro patrimonio cultural de décadas y décadas. Es fácil demoler algo cuando no representa nada, pero esto que nos hicieron fue un atentado que no tiene nombre ni presentación alguna». 

 

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(Arriba) Antes de ser lingote, el oro tiene una consistencia que hace que se confunda con el cemento. Sin embargo, si se mira con atención, sus visos tornasolados lo delatan. (Abajo) Al final del proceso, el oro, todavía en agua, se pone sobre una batea para terminar de limpiarlo. Luego se calienta sobre un fogón para que, al secarse, se transforme en polvo. 

 

Y es que los marmateños son, ante todo, trabajadores. Camellan como pacientes y osadas hormigas. Entran a las minas amarrados de su fe por la vida. Todo puede salir mal, muy mal, siempre. Después de cinco horas claustrofóbicas, en las que abren agujeros para insertar dinamita en la piedra y luego hacerla estallar, salen a encontrarse de nuevo con el sol. Cuando los ojos dejan de arder, llevan esa mezcla de piedra, tierra, oro, plata y plomo a los molinos, donde, en un proceso de filtración que dura días de 24 horas, por fin empieza a aparecer el polvo con el que ganarán, en promedio, 1 500 000 pesos al mes. Viven sobre uno de los yacimientos de oro más grandes del mundo, pero no son ricos. Se ganan el pan como cualquier otro colombiano, a punta de trabajo, de hacer lo único que saben hacer. 

Por eso, la llegada de la minería a gran escala para ellos fue dramática: las empresas compraron muchísimas minas, las cerraron y 833 personas se quedaron sin trabajo y sin minas para explotar. Los marmateños entienden que los títulos hoy son de Gran Colombia Gold y que la compañía canadiense tiene derecho a hacer con ellos lo que quiera, pero esperan cierta consideración y cierta humanidad –de parte de la empresa y del Estado– hacia una población que solo brilla y sobrevive gracias al poder prestado de ese ambicionado polvo dorado. «Les vendieron las minas y tienen derechos sobre ellas –dice Bolaños–, pero este no es un territorio desierto y el orden de las cosas era que ellos llegaran a habilitar y mejorar las plantas de beneficio y las minas, y a contratar personal necesario para trabajar esas minas y esos molinos. Si desde el principio sabían que no las iban a trabajar, debían crear fórmulas de choque para contrarrestar la problemática». 

 

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En los últimos años, los mineros han tenido que armar sus propios explosivos ya que les han restringido la venta de dinamita. El proceso de sacar oro en Marmato cada vez es más peligroso.

 

También debían hacer una consulta previa, debido a que el 57 % de la población es de raza negra y el 18 %, indígena. Sin embargo, José Ignacio Noguera, vocero de la compañía, le aseguró a CROMOS que el Ministerio del Interior certificó, el 28 de abril de 2010, que en Marmato no existen comunidades indígenas o negras. Esta declaración resulta contradictoria después de que, en diciembre de 2010, Juan Manuel Peláez, en ese entonces presidente de la compañía, declarara al diario Portafolio que una de las preocupaciones de la población frente a la posibilidad de la explotación a cielo abierto era, justamente, que las comunidades indígenas pensaban que esa tierra que les dio la vida era sagrada y, por lo tanto, había que protegerla. Entonces, ¿sí hay indígenas o no? Para el DANE, los hay. 

 

Acorralado

A los doce años, Jesús Alberto Gallego aprendió a «batear el oro». «Batear» en el sentido de mover la batea para limpiar ese metal precioso al final del proceso de filtración. Cada minero tiene su técnica, y él la está perfeccionando desde que era un niño. «Batear» es lo que mejor sabe hacer. Por esta razón, aunque estudió Criminalística en México, decidió regresar a Marmato. «Aquí está el paraíso y además tengo asegurada una entrada económica que era incierta como criminalista». En ese pueblito se siente seguro. Por eso, cuando la posibilidad de la explotación a cielo abierto amenazó su tranquilidad, creó junto a otros jóvenes el grupo Titanes de oro, en defensa de Marmato. 

En 2006, una avalancha de lodo cayó sobre la plaza de Marmato y los Titanes de oro fueron los primeros en llegar a limpiarla y dejarla como nueva. El deslizamiento comprometió la Alcaldía, el hospital y el cuartel de Policía, pero no hubo muertos ni heridos de gravedad. Para la población, el accidente no tuvo mucha importancia, pero para el Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial fue suficiente para declarar al pueblo zona de riesgo. Esta denominación daba una razón válida para desalojar el territorio y, de una vez, abrir las puertas a la explotación a cielo abierto: «La mayoría de la gente quiere mudarse porque la inestabilidad de los terrenos es fuente de desastres», aseguró a El Colombiano Ian Park, canadiense que en ese entonces era presidente de la Compañía Minera de Caldas, cuyo propósito también era abrir el cerro en dos. 

 

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Desde ese momento cargan con el peso de ser considerados territorio en alto riesgo, pero muchos consideran que este es solo un truco. «La roca de Marmato es sólida y firme. Lo que ocurrió en 2006 nada tiene que ver con la calidad de los suelos de la montaña –asegura Gallego–. El deslizamiento de lodos ocurrió porque los mineros estaban ubicando los residuos del proceso de minería muy cerca de la montaña y llegó un punto en el que se rodaron. No hubo un buen manejo de estériles, pero es un riesgo mitigable. Si el Gobierno apoyara, podríamos tecnificar y mejorar los procesos para que esto no se repita y para que los mineros corran menos riesgos en las minas». 

Al sentir que los acorralan, que subestimaban sus reclamos, que son declarados zona de alto riesgo injustamente y que controlan la venta de dinamita en la región –con la supuesta intención de reducir las posibilidades de ataques terroristas–, la población del «Pesebre de oro» se agarra de todo lo que pueda ser una esperanza de salvación. «Marmato es patrimonio histórico de la nación, por lo tanto es intocable», explica Gallego. Sin embargo, ni el Ministerio de Cultura, ni la Secretaría Cultura de Caldas, ni la Agencia Nacional de Minería corroboran la afirmación del joven, que es recurrente entre otros habitantes del pueblo. «Hicieron el intento cuando Salamina y Aguadas fueron declarados patrimonio, pero Marmato no quedó en la lista», asegura Diego  Echeverry, de la Gobernación de Caldas. 

 

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Los mineros pasan cinco horas al día en los socavones. De ahí salen cargados con la piedra que llevarán a filtrar en los molinos para separar el oro de la plata, el plomo y la tierra.

 

 

No cantan victoria

Desde niño, Mario Tangarife se escapaba de su mamá para ver a su papá trabajar en las minas. Parecía que hacía magia. Debido a esta temprana afición, Tangarife –quien ahora dirige la Asociación de Mineros Tradicionales de Marmato–, aprendió muy pronto a sacar oro y se convirtió en uno de los mejores. Pasaba de socavón en socavón cobrando cada vez más. Pero todo cambió. Ahora es un minero tradicional ilegal que trabaja para sí mismo, ya que no hay empresarios que lo contraten. «Se encuentran distintos tipos de ilegalidad –explica el viceministro de Minas–. Está la minería tradicional de alguien que no sacó título, la ancestral y la criminal, cuyos ingresos están alimentando el conflicto en el país». 

Tangarife es uno de los mineros tradicionales que no sacaron nunca una licencia. Actualmente, la Agencia Nacional de Minería –con el Ministerio de Minas y el apoyo de Gran Colombia Gold– está llevando a cabo procesos de legalización y formalización en diferentes zonas del país. En Marmato hay 215 solicitudes, pero a ninguna de ellas se les ha otorgado, aún, un contrato de concesión minera. «Estos procesos de formalización son complicados –opina el abogado Zapata–. En la vida real es muy difícil diferenciar un minero tradicional de un oportunista. ¿Cómo le creo cuando me dice que su tatarabuelo trabajó ahí?». 

Ante esa dificultad, los guacheros como Tangarife siguen rompiendo candados y metiéndose a las minas que nadie explota, aferrándose a la ley 2223 de 1954, que establecía dos tipos de zonas de explotación: la zona alta –reservada para la minería tradicional– y la zona baja –para la minería a gran escala–. 

Pero la comunidad desconoce que esa ley tiene un artículo, el segundo, que les quita cualquier posibilidad de usar la norma como herramienta contra la explotación a cielo abierto: «La zona alta podrá continuar rigiéndose por el sistema actual de pequeños contratos, pero el Ministerio de Minas y Petróleos queda autorizado, si lo estima más conveniente, para contratar dicha zona en su totalidad con cualquier persona natural o jurídica».

 

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Algunas minas son frías. Otras son tan calientes que parece que respiran. De cualquier manera, salir de ellas siempre es un alivio. 

 

Así que a los marmateños les quedan pocas armas para defenderse en el caso de que Gran Colombia Gold decida abrir la montaña. Siempre hay un inciso, un artículo o una excepción que hace que sus argumentos no sean del todo válidos. Por fortuna para ellos, ahora la empresa ha decidido desarrollar un proyecto de minería subterránea, lo cual es una sorpresa, pues desde un principio habían asegurado que abrir el cerro era el camino que debían tomar: «Debajo del casco urbano de Marmato hay un gran depósito de oro y la única forma de extraer esa riqueza es con un proyecto a cielo abierto de gran escala», dijo Juan Manuel Peláez en 2010. 

La decisión de hacer minería subterránea causa desconcierto y cierta desconfianza, por eso cada vez hay más agrupaciones para la defensa de Marmato, que aunque es un pueblo pacífico ha demostrado ser vehemente ante la injusticia en movimientos y paros mineros.  

Aunque la amenaza de abrir la montaña ya no esté en el aire, a ellos aún les hace falta trabajo y tienen miedo. No es fácil cantar victoria cuando, en el documental que hizo Mark Grieco sobre Marmato, el ingeniero Lawrence Perk –quien vino a dirigir los procesos de exploración– dice frente a la cámara: «La idea es desgarrar esta montaña. Vendrán y les ofrecerán tanta plata por sus casas que estarán dispuestos a vender. Y si no se van, al final llegará la fuerza pública y los sacará de aquí. No es algo que sea legal, pero harán que parezca legal».  

 

Este artículo se realizó gracias a una invitación de la gira de documentales Ambulante Colombia a Marmato.

Por Natalia Roldán

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