La paternidad, un desafío constante

El padre es quien nos presenta a la realidad, con sus límites, sus exigencias y sus rigores.

Por Juan Sebastián Restrepo

12 de junio de 2017

La paternidad, un desafío constante
La paternidad, un desafío constante

Ramón Resino, mi maestro de psicoterapia, y un padre consumado,  decía que la paternidad es una experiencia maravillosa, decisiva e ingrata a la vez. Y estoy de acuerdo. Veo que es decisiva todos los días, tanto en la solidez de las personas que tienen el privilegio de honrar a su padre, como en la angustia de aquellas que se pegan contra el mundo, tratando de encontrar el límite que la ausencia paterna no pudo establecer. Y veo lo ingrato en esa facilidad que tenemos para desconocer y despreciar los dones paternos.

 

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Freud ya nos mostró un poco de esta dificultad intrínseca de la paternidad, en su bella imagen del Complejo de Edipo:  iniciamos la vida fundidos con nuestras madres, en una relación determinada por el placer que produce la gratificación de nuestras necesidades básicas de nutrición, afecto y contacto, entre otras. Y el padre rompe el cascarón idílico, reclamando para sí a la mujer y dándole un lugar específico al hijo, a través de reglas que le enseñan a aplazar el placer inmediato, para entrar en órdenes de relación más amplios.

 

Dicho de otra manera: con la madre conocemos la dimensión del placer y del deseo. Pero es el padre el que nos presenta a la realidad, con sus límites, sus exigencias y sus rigores. El padre nos hace renunciar a ese primer objeto de deseo: la madre. Y de alguna manera nos muestra que en la vida, nunca nos saldremos totalmente con la nuestra. Y ahí empieza gran parte de la ingratitud de la paternidad. Porque, infantiles como somos, nos apegamos a la tibieza y la comodidad arrebatada, y no vemos que esa realidad áspera que nos dieron a cambio es el principio de la libertad.

 

Pero existen otros factores que complejizan la experiencia actual de la paternidad. El primero de ellos es una crisis profunda de lo masculino. Hoy en día los hombres estamos un poco perdidos. Confundimos los excesos machistas de nuestra cultura patriarcal con la masculinidad, y así mutilamos una parte esencial de los dones paternos, como la fuerza, la disciplina, el coraje, el honor y el amor admirativo, entre otros. Hoy en día la paternidad se mira con la misma sospecha con que se mira una masculinidad fuerte y balanceada.

 

Por otro lado, nuestra cultura de la eterna juventud, del confort generalizado, de la exaltación del deseo y la negación de los límites y el rigor es fóbica de lo que representa la figura paterna: exigencia, foco, límite, templanza, disciplina, respeto, etc. Y, como Peter Pan es el modelo a seguir, el padre se convierte en una figura marginal.

 

Lo anterior me hace pensar en las palabras de la cultura sicarial: “madre solo hay una y padre es cualquier…”. ¿No dicen de alguna manera eso que vivimos como cultura, que no tenemos lugar para el padre? ¿Y el sicario mismo no muestra el desenlace de esa negación?

 

Wilhelm Reich dice que de la madre recibimos el poder personal, la autovaloración, pero del padre recibimos la autoridad. Y esta se define como gobierno, mando, potestad y legitimidad. Pero ese gobierno, que empieza por la propia soberanía, no se adquiere si no se comprende e integra la dimensión del padre en nuestra vida. No gobierna, en este sentido, el caudillo bulloso que siempre quiere salirse con la suya, sino el hombre que enfrenta sus pasiones, reconoce y acepta órdenes más grandes que el propio egoísmo, busca la coherencia y encuentra su lugar por derecho propio.

 

Y por lo tanto, porque la figura del padre es marginal en nuestro tiempo, vivimos una profunda crisis de autoridad. Pero no me malinterpreten, no quiero decir que haga falta el autoritarismo ni la verticalidad de otros tiempos. Eso es parte del malentendido: confundir autoridad con autoritarismo, límites con opresión, respeto con sometimiento, orden con rigidez, la ética con moral y la exigencia con la tiranía.

 

Y cuando hablo de recuperar al padre, no propongo justificar ni validar las omisiones de nuestros padres concretos, que son partes de una larga cadena de paternidades heridas. Lo que propongo más bien es recuperar a la paternidad como proyecto, sacarla del terreno de lo sospechoso, lo prohibido, lo accesorio y lo marginal, y volverle a dar un lugar de honor, tanto en la vida de los padres como en las de las madres y los hijos. 

 

Pero recuperar la paternidad implica limpiar primero la masculinidad, despojándola tanto de los viejos vicios machistas del autoritarismo, la explotación, el sometimiento, la posesividad y la incoherencia, así como de los actuales temores e inseguridades, que alejan a los hombres de su esencia masculina, dejándolos en el patético limbo del que tanto se quejan hoy muchas mujeres.

 

Y después de la limpieza, tendremos que re-imaginar ciertas actitudes y valores que nos son entrañables.

 

En primer lugar, tenemos que recuperar el propósito. Porque la esencia masculina necesita siempre de un propósito para existir. Cuando un hombre encuentra un “para qué” en la vida, profundo y con sentido, y le apuesta todo a ese propósito, empieza su verdadero camino a la paternidad, porque un padre es el que da la fuerza para realizar los sueños.

 

En segundo lugar, tenemos que valorar nuestro amor por la libertad, que nos lleva a jugar juegos estúpidos y a asumir retos innecesarios, para comprobar todo el tiempo que podemos retarnos y trascendernos. Pero ese amor por la libertad solo florecerá cuando entendamos que la máxima libertad es la entrega.

 

En tercer lugar, tenemos que entender que nuestra esencia se fortalece expandiendo siempre el filo de nuestras capacidades. Lo nuestro no es la comodidad, ahí nos volvemos siempre blandos. Pero en el reto nos encontramos una y otra vez, y logramos ese tono que necesita un padre para retar, exigir y ayudar a crecer. 

 

Y, finalmente, tenemos que recordar que el masculino ama la fuerza, la bruta y la espiritual, el coraje, el honor, la resolución, la autoconfianza y la laboriosidad. Y que si los hombres nos permitimos encarnar estos valores, entonces podremos, ahora sí, llamarnos padres. 

 

Ramón Resino me mostró, como un padre, que era posible encarnarlos, y que ser un hombre puede ser un inmenso regalo de amor.

 
Foto: Istock

Por Juan Sebastián Restrepo

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