Guillermo Cano 24 horas antes de su muerte

Hoy se cumplen 30 años del asesinato del periodista quien murió a manos de unos sicarios a la salida del diario El Espectador.

Por Redacción Cromos

17 de diciembre de 2016

Guillermo Cano 24 horas antes de su muerte
Guillermo Cano 24 horas antes de su muerte

 

Por: Cecilia Orozco

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Veinte años después de su asesinato, la periodista que le hizo la última entrevista al director del periódico El Espectador evoca la tragedia y a uno de los más grandes hombres del periodismo colombiano. Hoy la recordamos.

 

Ejerció como director de El Espectador desde 1952 –cuando tenía apenas 27 años–, hasta el día de su muerte el 17 de diciembre de 1986, a manos de sicarios que lo esperaron para balearlo a la salida del diario. Durante los 44 años que le dedicó al periodismo, don Guillermo fue un ejemplo de honradez y transparencia, y un crítico acérrimo de la cultura del narcotráfico, a la que denunció de manera constante en El Espectador y en su columna Libreta de apuntes. La Unesco estableció en su honor el Premio Mundial a la Libertad de Prensa.

 

Esa tarde del 16 de diciembre de 1986, el vehículo rodaba rápi-do en dirección al occidente de la ciudad. Yo iba tensa porque la cita era a las cinco de la tar-de y nos encontrábamos todavía lejos de El Espectador. Afané al conductor y saqué mis apuntes para ganar tiempo.

 

El viejo edificio de la Avenida 68 tenía una zona de parqueaderos, frente a la vía arteria, separada de ésta solo por unas rejas. Aparte del vigilante de la entrada y de la cerca, no había otras condiciones de seguridad, pese a que todos sabíamos que el director del diario estaba en la mira de los sicarios, por su posición moral contra los capos del narcotráfico que trataban de arrodillar al país.

 

 

Subí de dos en dos los escalones, seguida por mi equipo de televisión. Aguardamos unos minutos en la sala de recibo. Cuando la puerta de la oficina se abrió, me desconcerté. Esperaba encontrarme con un hombre fuerte, de gran estatura, tal vez porque me lo había imaginado del tamaño de su valentía. En cambio, frente a mí había una persona más bien pequeña, con aspecto de abuelo apacible.

 

“Los sicarios lo iban a matar la noche de la entrevista. Ellos desistieron en ese instante por la posibilidad de que los grabaran”.

 

Mientras mis compañeros instalaban cámara y luces, aproveché para examinar el lugar donde el columnista escribía hacía 44 años. Era un espacio confortable, de madera y cuero. Afuera se oía la barahúnda de sus reporteros. Adentro, calma.

 

 

 

 

Don Guillermo me preguntó, pese a que ya lo había hecho por teléfono, cuál era el objeto de la entrevista. Le expliqué que el Círculo de Periodistas de Bogotá me había contratado para realizar el programa que se presentaría dos meses después, durante la ceremonia de entrega de los premios de periodismo. El tema central, le respondí, era el de reflexionar sobre las múltiples presiones que sufrían los medios, incluyendo las amenazas de muerte y los asesinatos de periodistas.

 

 

 

Aunque sus escritos reflejaban su talante imperturbable, sus respuestas me provo-caron escalofrío, en particular cuando me dijo, palabras más, palabras menos, que la situación de la prensa era tan grave que “en nuestra actividad uno nunca sabe, cuando sale, si va a volver a casa por la noche”.

 

Hablamos de los homicidios, de las investigaciones sin culpables, de la complicidad de las autoridades locales civiles y militares con las bandas orga-nizadas y de la indiferencia general frente al poder de los capos. Con una claridad aplastante, el autor de Libreta de apuntes advertía, como si fuera hoy, que “nuestros mafiosos encuentran que la no extradición es su mejor seguro” (*).

 

En sus años mozos, (en el centro) durante un viaje a Caracas.

 

 

La grabación se prolongó. Me despedí, hacia las siete de la noche. Entonces, mi entrevistado miró el reloj e indicó que él también saldría. Bajamos juntos y nos despedimos en la puerta. Me di cuenta de que nadie lo acompañaba y por eso le pregunté si tenía cómo transportarse. Debería estar con escoltas o al menos, con un conductor, pensé. Como si hubiera leído mi mente, me dijo que le gustaba manejar sin compañía. Au-tomáticamente le contesté medio en serio medio en broma: “Nosotros lo seguiremos para custodiarlo”.

 

“Esperaba encontrarme con un hombre fuerte, de gran estatura, tal vez porque me lo había imaginado del tamaño de su valentía”.

 

En efecto, condujimos tras él. Nos diri-gimos al sur. Unos metros adelante vira-mos a la izquierda para tomar la misma avenida, en sentido norte. A una cuadra de distancia, el semáforo en rojo nos obligó a detenernos. Entonces, pude observar su melena blanca. Parecía un ciudadano común, no el director del medio más beli-gerante de la época. De nuevo tuve la sen-sación de su desamparo. Al arrancar, lo perdimos de vista para siempre.

 

24 horas después, el 17 de diciembre, a esa hora y en esa calle, Guillermo Cano caía asesinado por las balas de dos enviados de Pablo Escobar.

 

Por cosas del azar, escuché, hace unos tres meses, una declaración bajo reserva, del lu-garteniente predilecto de Escobar, John Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’. Relataba que el “Patrón” ordenó matar al director de El Espectador por su insistencia en que las autoridades autorizaran la extra-dición de narcotraficantes. “Por la importancia del personaje, creímos que iba a ser más complicado–aseguró– pero fue sencillo hacerle inteligencia, porque andaba en un carrito viejo sin ninguna protección”.

 

 

 

Cuando la noticia me llegó, quedé petrificada de la impresión y, sin poder reaccionar de otra manera, simplemente me eché a llorar.Al día siguiente y en medio del impacto informativo, alguien contó que yo tenía el original de la última conversación grabada con el periodista. Yamid Amat, el más acucioso de mis colegas, me buscó has-ta que me encontró. Traté de apoyarlo, pero el CPB me pidió reservar el material para el 9 de febrero, fecha de la entrega de premios. En esa ocasión, unos cien invitados vieron, como hipnotizados, el testamento premonitorio del más recto de los hombres de prensa de la época. Su testimonio terminó y la sala quedó en silencio. Poco a poco, la gente se levantó de sus sillas, respetuo-sa, y aplaudió. Era el homenaje al visiona-rio, homenaje que Colombia le ha debido rendir en vida.

 

(Nunca pude confirmar la versión de un informante que colaboró con la investiga-ción: los sicarios iban a matar a don Gui-llermo la noche de la entrevista. Lo vieron abandonar el edificio con periodistas y cámaras. Ellos desistieron de atacarlo en ese instante por la posibilidad de que los gra-baran. Paradójicamente, el original del programa, que sólo contenía sus premo-niciones, se perdió en las instalaciones del CPB. La única copia que le entregué a la familia Cano, también desapareció).

 

 

Fotos: Archivo El Espectador.

 

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