«Éramos los hazmerreír de la gente en Envigado»: padrastro de James Rodríguez

En un emotivo texto que escribió en exclusiva para CROMOS, Juan Carlos Restrepo recuerda los momentos que antecedieron su brillante carrera.

Por Juan Carlos Restrepo

11 de julio de 2017

«Éramos los hazmerreír de la gente en Envigado»: padrastro de James Rodríguez

Artículo tomado del Archivo de Cromos del 25 de julio de 2014.

 

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Cuando lo conocí, él tenía tres añitos y su madre, Pilar, trabajaba en Cementos Diamante del Tolima, compañía en la que yo también estaba. Para que ella se dedicara a Jamesito, renunció a su cargo en la empresa. Cuando lo vi con un balón, recuerdo que pensé: «Este niño tiene un bonito talento». Yo tenía una cosa muy presente y era que, al tener un hijo, como padre, no tenía que preguntarme qué iba a estudiar sino qué talento tenía. Desde los tres años, Jamesito tenía su zurdita fina; un niño a esa edad pega con la punta del pie al balón y él ya manejaba las superficies de contacto. Impactaba con el borde interno, con el externo, pisaba el balón. Inicialmente lo entrené, lo llevaba al parque para tratar de enseñarle lo que aprendí en la inferiores de Deportes Tolima. 

 

 

Su madre, Pilar, mi exesposa, quedó en embarazo de Juanita y, por trabajo, nos trasladamos a Bogotá. Lo matriculé en Sporting Cristal, una escuelita en el Salitre. Ya iba a cumplir cinco añitos y la familia no se amañó. A Pilar le afectó la altura. A Ibagué regresaron con la condición de que yo los visitara cada fin de semana. Lo más conveniente era estar acompañado por su madre y de sus demás familiares. Nosotros en Bogotá éramos apenas los tres y yo no tenía tiempo para estar con ellos. 

 

 

A las dos semanas viajé a verlos y le buscamos otra escuela de fútbol. En Academia Tolimense lo matriculamos sin saber si le iba a gustar. Me acuerdo de que le dije al director que por talento no se preocupara porque ahí había un diamante. A los quince días, con seis añitos, Jamesito ya estaba jugando en la liga. 

 

 

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Juan Carlos Restrepo no solo influyó en la formación de James, sino que le dio a su hermana Juana, con quien comparte cuando el jugador vuelve a Colombia o la familia tiene la oportunidad de visitarlo en Europa. 

 

 

Se enfrentaba a los más grandes, niños de nueve y diez añitos y marcaba diferencia. A la madre y a mí nos preocupaba el tamaño, era muy chiquito y flaco. Revisé un poco su herencia genética y sí, estaba destinado a ser bajito por su madre y su papá biológico. Había que hacer algo, un tratamiento a base de ejercicio y alimentación adecuada. 

 

 

En la Academia Tolimense tenía su lúdica y por aparte, a los once años, le armamos un grupo interdisciplinario para potenciar su físico, su técnica y su mente. Le tocó duro a mi muchacho: salía del colegio, iba a almorzar a casa, entrenaba en la escuela y, al final, se quedaba a continuar con sus clases particulares. Veíamos que él ya con diez años jugaba con pelados de catorce, aunque le seguían sacando diferencia en lo físico. 

 

 

Había un torneo prejuvenil llamado Tutti Frutti, y James, con diez años, estaba en una categoría mayor. Comenzamos a salir mucho y su mamá lo acompañaba en los viajes. Así fuimos a Barranquilla, ciudad en la que Jamesito fue distinguido en tres ocasiones como el mejor del torneo. En esta etapa adquirió madurez, supo que el proyecto de vida que nos habíamos trazado se estaba volviendo realidad. Para no abrumarlo, yo le decía: «Papito, yo lo quiero mucho, vamos a desarrollar lo que usted tiene, pero en beneficio suyo, para que sea lo que quiere ser». A él no le gustaba sino el fútbol y jugarlo en Play Station; se podía encerrar todo el día con su máquina. Nosotros le acolitamos sus videojuegos, primero el que venía de gris y luego el negro. Hicimos un pacto, le dije: «Yo no te voy a pedir que seas el mejor estudiante, solo te pido que apruebes las materias. Sí te voy a exigir que seas el mejor en el fútbol». Hicimos ese pacto entre la mamá, él y su hermanita. Pilar y Juanita se sacrificaron, agarraban avión o bus, buscaban hotel y estaban atentas. 

 

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A los catorce años, James Rodíguez debutó con Envigado en la primera división del fútbol profesional colombiano. 

 

Al principio la mamá no confiaba mucho en el proyecto; y era entendible, pues cargaba a cuestas la experiencia del papá biológico de James y de ver que algunos exjugadores terminaban en la esquina tomando trago o jugando picados por una cerveza en torneos de barrio. Sin embargo, la  convencí y la familia se metió de lleno. 

 

 

Alcanzaron a ir a Pasto a disputar el torneo infantil nacional con la selección Tolima. Les tocó un grupo muy difícil, compuesto por Valle, Huila y Caquetá. En el debut ante Caquetá, ganaron y James se robó los aplausos. Era como si hubiera nacido para ser reconocido. En el segundo encuentro, Tolima y Huila empataban a un gol. Al minuto 83 pitaron un penal. James lo cobró y lamentablemente lo botó. Mientras Tolima perdía puntos, Valle, el favorito, ganaba. Pilar me llamó, me lo pasó y estaba llorando porque los iban a eliminar. Yo le dije: «Mañana me haces el favor y sales figura de la cancha, como tú lo sabes hacer». 

 

 

El caso es que a Valle los cogió con tres pases de esos que él mete y, con las diagonales explosivas de su compañero César Núñez, lo eliminaron. Tolima pudo clasificar gracias a esa última victoria. Esa vez me llamaron de la Escuela Tolimense porque lo necesitaban  para la final de un torneo cuyo premio era la clasificación al Pony Fútbol en Medellín. Nos subimos en un avión, aterrizamos en Bogotá, después fuimos a Ibagué y nos montamos en un carro rumbo a Honda y a La Dorada para volver a jugar. Se ganaron la clasificación. 

 

 

James fue con perfil bajo al Pony Fútbol. El debut fue ante el Medellín, por eso la tribuna estaba más llena que la de un partido profesional. En el primer tiempo, la Academia Tolimense caía 2 a 0 y, en la segunda parte, Jamesito se echó el equipo al hombro. ¡Les empató 2 a 2! A partir de ese momento despertó el interés de Envigado, Medellín y Atlético Nacional. El torneo fue maravilloso; James fue la estrella. 

 

 

Mi condición para que fichara con un cuadro antioqueño, era mudar a la familia a la ciudad. Pronto se comunicó con nosotros Gustavo Upegui, entonces presidente de Envigado. Me puso a concursar para un puesto en la Universidad de Envigado. Me contrataron y pactamos. Ellos le madrugaron a Nacional, pues hacia el medio día recibí una llamada de Humberto Sierra para informarme que me iban a dar una vacante en Postobón.

 

 

En Envigado lo pusimos a jugar con la categoría noventa, una más arriba que la suya. Los jugadores eran muy portentosos, de abdomen marcado y pierna peluda. ¡Eran unos adultos y por lo menudo un entrenador no lo ponía a jugar! Y cuando lo hacía, Jamesito no tocaba el balón. 

 

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En Banfield, James Rodríguez se enfrentó a figuras mundialistas como Matías Almeida. Ningún reto le quedó grande al volante que en el 2009 se coronó campeón del Torneo Apertura.

 

Entramos en una crisis y resulta que como el fútbol deja amigos, llamé a Omar Suárez, quien estuvo en Millonarios, Once Caldas y Envigado. Era muy amigo mío, estaba vinculado a la dirección técnica de menores. Le propuse que perfeccionara su parte técnica y me comuniqué con Héctor Chica para coordinar la parte físico-atlética. 

 

 

Nuevamente le formamos un equipo interdisciplinario. Chica lo llevó a un deportólogo de nombre Luis Emilio Lara. El médico había estudiado para ser técnico y era un especialista en operar rodillas. Con él aprendí que los preparadores físicos cometen un error, porque a los jugadores les hacen la misma rutina de ejercicios, sabiendo que cada uno necesita de rutinas especiales. 

 

 

Jamesito, por ser un volante ofensivo, jugaba de espaldas, de modo que le convenía fortalecer sus piernas y el tren superior e inferior. El médico Lara le diseñó la rutina y Héctor Chica la implementó en el gimnasio. 

 

 

Me acuerdo de que la gente se reía de nosotros, por la apuesta que estábamos haciendo. Éramos los hazmerreir en Envigado, «los loquitos de Ibagué», nos decían. El único que creyó en nosotros fue don Gustavo Upegui. 

 

 

James por fin creció y cambió de categoría. Se le enderezó el camino y fue convocado a un equipo sub-21 de Envigado para entrenar con una Colombia sub-17, selección en la que no fue tenido en  cuenta. Tenía quince años y le fue tan bien que le  calzaron la camiseta de Colombia y lo incluyeron en la lista de convocados. 

 

 

Estando en la sub-17, entró al plantel profesional de Envigado. James firmó un contrato de un millón de pesos. Allí entabló una bonita amistad con Giovanni Moreno, Dorlan Pabón y Jhonatan Álvarez. Muy rápido se convirtió en adulto y le dimos responsabilidades. Se pagaba el transporte y se compraba la ropa. 

 

 

Envigado ascendió ese año, trajeron jugadores de experiencia como Néider Morantes y yo, previniendo esas cosas, no quería que James se atrasara. Con un periodista de Medellín armamos un video que empecé a mover. Les facilité el material a algunos agentes FIFA. Un argentino que me presentó el profesor Hugo Castaño vino a conocer a James. Prometió llevarlo a algunos  equipos, pero no me convencí hasta ver la propuesta por escrito del club. A los veinte días, el agente me llamó para darme la propuesta oficial. Era un contrato para ir a Banfield a préstamo con opción de compra por cuatrocientos mil dólares. Se realizó el convenio y James partió solito. A los dos meses yo me fui porque pedí licencia no remunerada en el trabajo. 

 

 

James no fue a primera división sino que lo mandaron a una categoría juvenil. Estaba abrumado, se frenó y los dos nos propusimos a salir adelante. Lloraba mucho, él tenía su novia en Envigado. Gracias a Dios, de la cuarta categoría lo subieron a la reserva y Jorge Burruchaga, técnico de la profesional, lo citó para realizar pretemporada.  Se ganó el puesto en la A, ya era permanente en el banco y, al debutar, le convirtió un golazo a Rosario Central. Sí, James despegó de la mano de Burruchaga.  

 

 

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Juan Carlos, James y su hermana Juana.

 

Al concretarse su venta al Porto, él decidió casarse con su novia, Daniela Ospina. Yo reflexioné para mí: «Él ya es un profesional, anda su camino, tomó la decisión de casarse, no queda más que darle la bendición y desearle lo mejor». 

 

 

James y su esposa se apoyan mutuamente y nosotros, los que lo hemos criado, lo seguimos respaldando a la distancia, siempre pendientes de lo que necesite. El ejemplo de vida que se le dio está dando sus frutos. No todas las temporadas un colombiano es fichado por el Real Madrid ni queda goleador de un Mundial. Detrás de sus éxitos deportivos, hay un magnifico hijo. 

 

 

Un día antes y un día después de los partidos, hablamos por celular. Le doy la bendición y le digo que para adelante. James no me dice papá, pero si él necesita referirse a mí con otra persona, le dice «él es mi papá». Esas cosas hablan de una relación que trasciende la amistad. 

 

 

Al pasar los exámenes médicos con el Real Madrid, me llamó y yo le recordé que de Ibagué se fue campeón de la Pony Fútbol, que de Medellín se despidió dejando al Envigado en primera, que en Banfield levantó el Torneo Apertura, que del Porto salió multicampeón; de Brasil 2014, de goleador, y que ahora solo resta ser Balón de Oro. Y, conociéndolo como lo conozco, sé que lo logrará. 

 

 

Fotos: AFP / Camila Díaz / Archivo particular / Cortesía El Colombiano

Por Juan Carlos Restrepo

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