Los cantos nativos de la ciénaga caribeña

En las tierras sabaneras de la costa, los vaqueros guían al ganado a través del canto. Coplas a capela que están en los orígenes del vallenato y hacen parte de una tradición ligada a los viajes de trashumancia. Versos del alma Caribe.

Por Redacción Cromos

18 de septiembre de 2014

Los cantos nativos de la ciénaga caribeña

Los cantos nativos de la ciénaga caribeña

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Por: Manuela Lopera
Colaboradora de CROMOS

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Fotos: David Schwarz

 

El cielo está despejado en la sabana sucreña. Antes del mediodía, el sol calienta y la brisa sopla meciendo los árboles en un compás tranquilo. En la finca Villa del Rosario, en Corozal, Ángel Rafael Díaz y José Rafael Montes ensillan los caballos para enfrentar una jornada de trabajo. Los dos se dedican a la brega del ganado, a tener los bebederos llenos de agua y sal, al ordeño, a los baños, a la vacunación, al destete, al engorde. La ganadería es su oficio y aunque parece rutinario, cada año, estos hombres emprenden una travesía casi de película, en la que recorren cerca de ochenta kilómetros para asegurar la supervivencia de los animales. El trayecto, que se hace por tramos, se recorre la mayor parte del tiempo en la noche, porque la temperatura nocturna castiga menos al ganado.

Aunque son jinetes avezados, expertos vaqueros, peones fuertes de trabajo, hay un ritual que acaso los hace más hombres. En su día a día, mientras acompañan sus arduas labores, estos dos campesinos cantan, no como quien tararea en la ducha o en una tarde de descanso, sino como parte de un legado antiguo, como un secreto que comparten con la tierra, con la vida, con la divinidad.

Los cantos de vaquería acompañan la labor ganadera desde tiempos remotos, cuando los primeros hacendados comenzaron a trasladar al ganado en busca de llanuras verdes y mejores climas. «Ehhh, mi corazón va llorando/porque va pa’ tierra ajena», entona a todo pulmón Ángel Rafael Díaz. Detrás lleva un lote de ganado que lo sigue, como parte de una tradición ancestral en las sabanas del litoral caribe.

Empezaron a cantar de puro oído. Sin conocimientos de música ni de poesía, aprendieron a afinar sus voces y a sacar de adentro una fuerza que hace eco en el paisaje profundo, y que sirve como guía para los animales. Ángel Rafael es decimero, como se les llama en la región a los creadores de décimas –composición de diez versos de origen español– generalmente en octosílabos. José Rafael Montes, «Jocheperro», es un vaquero de 42 años que vive en El Limón, corregimiento de San Benito Abad, un pueblo de Sucre golpeado por el invierno en el que se construyen tambos –planchones para elevar los enseres de la casa– y hasta tienen que crear un sistema para entrar por el techo porque el agua inunda la sabana. Se hizo conocido por su destreza con el caballo para llevar los viajes de ganado y su saber en los cantos de vaquería. Tiene la piel tostada por el sol, el cuerpo magro y fuerte, y en la cara, los pliegues de un hombre que aparenta más años de los que tiene.   

Los cantos varían, pueden llevar letra o repetir simples sonidos onomatopéyicos. A veces son monosilábicos y ondulan entre dos acordes como si fueran un mantra. Hay sonidos que repiten silbidos sostenidos y otros intermitentes. Golpeteos, soplos, chasquidos, gritos. Algunos son alegres, otros místicos, otros más, parecen quejidos, lamentos.«Los cantos sirven para mantenerse despierto, para entretenerse», dice José Rafael. Porque en esas jornadas interminables de silencio, de soledad, de oscuridad, de frío, de hambre, de resistencia, los cantos acompañan.

Cuando llega diciembre, la sequía ya no permite que los pastos crezcan y el ganado se resiente por el calor. En las fincas de ganado cebú de las tierras del Norte, se inicia la trashumancia. Seis o siete hombres se preparan. Un trayecto de ochenta kilómetros separa a las tierras altas de Sucre, de las bajas al otro lado del río San Jorge, en el que ya ha menguado el nivel del agua. Es momento propicio para cruzar. José Rafael ha llevado viajes de hasta de 700 reses, en un éxodo que, desde la distancia, parece un solo cuerpo. Ese movimiento acompasado necesita un orden y un guía que hace las veces de capitán. Detrás de él van cinco bueyes, los jefes de la manada por su inteligencia y fuerza. Los sigue un lote de unas treinta vacas y detrás, un «bueyero» que da órdenes a la yunta.

En seguida va otro hombre que se conoce como el «contrapunta» que es el que lidera el ganado. Luego el «punta», que va tirando hacia arriba, cuidando que no se quede ninguno. Otros dos hombres van a los lados. En esos trayectos, el guía tiene el mando y es la única voz autorizada para cantar. «Si todo el mundo canta, los ganados se desorientan», dice José.  El viaje inicia con la puesta del sol. Generalmente avanzan hasta la madrugada cuando se alcanza el primer «reparo» o lugar donde se refugian los animales para alimentarse y descansar. Son puntos intermedios, fincas o corrales donde se encierra el ganado y hay chozas para guindar las hamacas.

Al amanecer, se preparan. Es hora de cruzar el río. Los pasos están previamente marcados y se hacen a través de los diferentes caños o brazos. Comúnmente pasan por Guartinaja, La Mojana y Matizal. Hay que identificar profundidad, corrientes, obstáculos. Cuando llega el momento de tirarse al agua, comienza la parte más difícil del recorrido. Cada hombre tiene clara su posición y el ganado se embarca. El guía se monta a pelo en el caballo y comienza a cantar.
«Ehhhhhhhhh…», esta vez no hay palabras que distraigan. El sonido es sostenido, fuerte, unívoco. «Por donde uno coge, los bueyes siguen detrás. Son muy inteligentes porque obedecen y guían al ganado. En el agua solo hay adrenalina y con los cantos uno se pone afónico».

 

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En el agua todo es tensión. Los músculos del caballo y del guía se crispan. En el agua hay caimanes  atentos a atacar a una persona o una res que se quede atrás del grupo.

 

José Rafael asegura que ha tenido jornadas en las que comienza a cruzar a las seis de la mañana y alcanza la otra orilla apenas a la una o dos de la tarde. Claro que no nadando de forma sostenida, mantenerse en nado durante tantas horas es imposible. Los trayectos son de media, una hora, dos como máximo. Después se hace «vuela pie», que es apoyo en tierra por tramos y luego la vaca se pone de lado y llena la panza de aire para ir flotando, impulsada por la corriente: «Cuando la res va cansada, se avienta. Se pone de medio lado, uno cree que va muerta pero va flotando». Hay otras que pierden equilibrio, se hunden y hay que rescatarlas. A veces se ahogan y hay que recuperarlas más abajo cuando se inflan y vuelven a salir a la superficie.

Cuenta que hay temporadas de hasta treinta viajes, en los que lleva diferentes lotes en una misma época, pero normalmente hace de ocho a diez. Para esas travesías hay que tener un entrenamiento especial: «Saber jalar y llevar el animal, guiarlo». En las jornadas, es vital el entrenamiento acuático del caballo guía: «Hay unos que no nadan casi, esos no sirven. Tiene que ser “nadón”. Que se tire con uno al agua sin miedo». El animal bueno es el que responde a la señal con el cabresto y el que es capaz de pararse en dos patas mientras flota. «El más importante es el caballo, si falla él, falla todo».

En el agua todo es tensión. Los músculos del caballo y el guía se crispan, las venas se dilatan, comienza la faena. El animal está atento a las órdenes, forcejea, va abriéndose paso entre las aguas con la cabeza erguida y las riendas templadas. El canto envuelve el paisaje sabanero y los ojos expectantes del ganado están puestos en el paso.

A veces, el cruce alcanza los mil metros. En el río hay caimanes, aunque ellos no atacan a la vaca porque le tienen miedo a la pezuña. «Peligra es una persona que vaya atrás o un animal que se quede en la cola», dice José. En esas travesías ha pasado sustos, hambre, sed. Una vez, cuando le faltaban diez metros para alcanzar tierra, el caballo se le espantó. Cuando volteó, se dio cuenta de que un caimán estaba revolviendo el agua, pero al final se alejó.

Algunas noches le ha tocado dormir mojado en la hamaca y otras ha tenido que cabalgar en medio de la lluvia. Con frecuencia son presa de mosquitos y hormigas. Aguantan hambre porque vienen en medio de dos grupos de ganado y no pueden parar para que no se junten. En algunas ocasiones comen sobre la bestia mientras avanzan, «pero lo que uno más aguanta es sed».

Una vez llegan a las ciénagas, los ganados se quedan varios meses entre la hierba crecida y el agua. Cuando se anegan, entre abril y mayo, se prepara el regreso a las tierras altas. «Esta travesía tiene riesgos pero es la única forma. No hay transporte que alcance para llevar 500 reses. No es rentable», dice Luis Angulo, ganadero y empleado de Cogas (Comercializadora de ganado de Sucre). Para disminuir los riesgos, se usan los «johnson», unas canoas con motor que acompañan el recorrido en el agua y están listas para cualquier rescate.

Entre tramo y tramo, los vaqueros cantan, fuman cigarrillo, tabaco, «o nos tomamos un traguito pa’ pasar el rato». Los cantos ayudan cuando, al ir por la manga ganadera, se encuentran con otro viaje. Sirven para alertar, para mantener al rebaño recogido y que no se confunda con otro grupo. «Ahí viene otro viaje, apártate. Vente», se alertan entre ellos. La trashumancia es una práctica de la que se tienen registros antiguos. Ya desde mediados del siglo XIX se habilitó un paso que llevó ganados desde la costa a Medellín por primera vez. Se llamaba el Camino Pedrero, una trocha que desde las sabanas de Ayapel permitía viajes que entraban por La Quiebra.

Más adelante, con el desarrollo de la industria ganadera, el camino fue alargándose hasta Montería, quedando un paso habilitado desde el valle del Sinú hasta Antioquia. Según el libro La instauración de la ganadería en el valle del Sinú: La Hacienda Marta Magdalena, 1881-1956, escrito por Gloria Isabel Ocampo, se tienen conocimientos de un viaje de 1913, en el que se despachó por primera vez un lote de ganado desde esta hacienda hasta Medellín. En esa travesía salieron 117 reses, de las cuales solo alcanzaron a llegar 64 en pésimas condiciones. El camino se llamaba Cáceres-Yarumal, y cruzaba el río Cauca, subía por la cordillera central hasta Medellín, en un trayecto que duraba 43 días.


 

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Empezaron a cantar de puro oído. Sin conocimientos de música, aprendieron a afinar sus voces y a sacar de adentro una fuerza que hace eco en el paisaje.

 

Coplas de la sabana

A Ángel Rafael lo de la música le nació desde pequeño. Nunca la estudió ni sabe tocar ningún instrumento. Pero le salen versos espontáneamente a los que después les pone notas. «Fui entendiendo lo de la rima. Después intenté sacar la melodía. Es que si uno compone con música ajena, no es lo mismo», dice orgulloso.   
Los temas de sus coplas salen de la vida cotidiana, de las conversaciones ajenas que escucha, de los cuentos que le echan y así les canta a las labores de la finca, a los animales, a las muchachas cienagueras.

«Pa’ qué me casé, por qué/si soltero bien yo andaba/pa’ qué me casé por qué/si yo con nadien peliaba/ llegaba de madrugada, y a media noche llegaba/ yo no veía mala cara/entonces pa’ qué me casé/ llegaba el amanecer, y yo tranquilo llegaba/yo no veía mala cara, me bañaba y me alistaba/y entonces pa’ qué me casé, si soltero bien yo andaba». Canta el hombre de 66 años, y cuenta que algunas de sus canciones hasta han sido grabadas. De joven jugó fútbol, fue garrochero, estuvo en fiestas de toros, en corralejas.

Esos cantos campesinos, repletos de historias, de relatos vivos y de sentimientos del alma caribe, son la base de los primeros vallenatos. También son una expresión que recoge el sincretismo racial que representa a la costa colombiana. El legado español reflejado en la forma narrativa de las coplas y décimas; la sangre africana, en la relación entre la música y el trabajo agrícola, el amor y los rituales fúnebres; y lo indígena, ilustrado en influencias melódicas guajiras, en el pensamiento mágico y los ciclos de la naturaleza.

Están convencidos de que los cantos son tan necesarios para el ganado como lo son el pasto, el agua o la sal. «Ellos se alegran con los cantos y braman como contestando», dice Ángel Rafael. «Son muy inteligentes. Usted le pone a una vaca “mona linda”, la llama así todas las mañanas y ella responde», asegura José. Además de ser animales de manada, están atentos a las señales humanas y buscan el contacto con el hombre.  

En la oralidad se manifiesta el valor de la memoria, de las historias, de la conversación sin interferencias. José Rafael no sabe leer ni escribir, todo se lo ha ido grabando desde que era niño: «Yo escuchaba cantar al guía y me iba memorizando todo en la mente. Nunca he estado en la escuela, nunca. No sé ni firmar el nombre mío siquiera». Lo que más le gusta en la vida es cantar cuando va sobre la sabana: «Y por eso siempre digo que si me dan a escoger entre un carro y un caballo, escojo sin dudar el caballo».
 

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Ángel Rafael Díaz y José Rafael Montes están convencidos de que los cantos son tan necesarios para el ganado como lo son el pasto, el agua o la sal. «Ellos se alegran con los cantos y braman como contestando».

 

Cantos de leyenda

En la región, es común que lo fantástico y lo real se vuelvan un solo cuento. Así Ángel Rafael menciona a La Marquesita como uno de los orígenes de los cantos de vaquería. «Una española terrateniente que tenía grandes lotes de ganado en sus fincas. Fue la primera que llevó ganados hacia abajo». En el Sistema Nacional de Información Cultural del Ministerio de Cultura se encuentra como La Leyenda de La Marquesita, originaria del municipio de San Marcos. Su nombre era Isabel Madariaga y tenía tierras, ganado y riquezas. Cuando murió, las vacas comenzaron a bramar y emprendieron una travesía eterna guiadas por cantos sobrenaturales.

Dice la leyenda que las pezuñas, como eran incontables, hicieron un profundo cauce por el que hoy corre el caño Carate. Gabriel García Márquez, en su libro Crónicas y reportajes, cuenta la historia de La Marquesita de la Sierpe, una española generosa que tenía poderes. Era capaz de levantar a un enfermo de su cama y enviar serpientes a través de los tremedales para que atacaran a sus enemigos. Se decía que tenía tanto ganado que «duraba pasando más de nueve días». Tenía el don de la ubicuidad, caminaba sobre las aguas y conocía el secreto de la vida eterna. Vivió más de doscientos años y antes de morir transmitió a sus sirvientes sus más preciados poderes. Se dice que su inmenso rebaño caminó en círculos alrededor de ella formando la ciénaga de la Sierpe, lugar en el que se cree que se guardan los tesoros de La Marquesita, así como el secreto de la vida eterna.     

Los dos vaqueros dicen que los cantos van a seguir existiendo. «Mientras que uno lidie los ganados, los cantos de vaquería no se olvidan. No se pueden dejar atrás, y así sea para encerrarlos, traerlos de un potero al otro, uno siempre les canta», dice José.

Porque aunque nadie les dijo, saben que el canto es poderoso, que es capaz de unir misteriosamente al hombre con el animal y la sabana para que sean uno solo. «Ehhhhh el loco no tiene cura/ Ehhhhh es que anoche tuve un sueño/coge el caballo, el toldillo/cógete el bollo con queso/pa’ comer por el camino.Te necesito pa’ que vengas a embalzá un ganao», es la frase que el cienaguero espera ansioso, cuando comienza a caer la brisa de noviembre».

 

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El caballo del líder tiene que ser «nadón», que se tire al agua sin miedo, que se pare en dos patas mientras flota. El más importante es el caballo, si falla él, falla todo.

Por Redacción Cromos

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