¿Cómo ponerse en los zapatos del otro?

Saber ponerse en los zapatos del otro es empatía. Reconocer el dolor ajeno es compasión.

Por Sebastián Restrepo. Psicólogo gestaltista y sistémico.

12 de abril de 2017

¿Cómo ponerse en los zapatos del otro?
¿Cómo ponerse en los zapatos del otro?

Un niño le pregunta a un sabio cómo es el infierno. El sabio le dice: “el infierno es un lugar donde hay personas con mucha hambre, sentadas sobre una montaña de manjares y cada una tiene un tenedor de tres metros, así que nadie puede meterse la comida en la boca”. “¿Y cómo es el cielo?”, preguntó el niño. “El cielo es un lugar donde hay personas con mucha hambre, sentadas sobre una montaña de manjares, y cada una tiene un tenedor de tres metros”. El niño se rió confundido: “¿cuál es la diferencia entonces?” “La diferencia”, respondió el sabio, “es que en el cielo las personas se dan la comida entre sí”.

Los budistas tibetanos proponen el ejercicio de imaginar que todos los seres sintientes alguna vez fueron nuestra madre o la persona que nos protegió y nutrió cuando éramos indefensos. ¿Se pueden imaginar? Sus madres en los terremotos de Nepal, sus madres masacradas en África, insultadas en los trancones de Bogotá, estafadas en el chanchullo politiquero. Sus madres son las personas que asesina el Capo en la serie, son los múltiples enemigos de los Vengadores, están aguantando hambre en algún lugar del mundo, están siendo violadas en un parque, son el policía de aduana de un país extraño. ¿Qué pasaría, cómo actuaríamos?

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Esa capacidad de ponerse en los zapatos del otro, de saber que también siente, teme, lucha, observa, anhela la felicidad y es un misterio consciente como nosotros, se llama empatía.

Ahora imaginémonos que somos alguien tan dañado, inconsciente, bruto y ciego como Pablo Escobar. Estamos en el pico de su paranoia. Imaginémonos en un ejercicio antibudista, que todos son nuestros enemigos: hijos, padres, vecinos, compatriotas. ¿Qué diferencia hay en ambas imágenes? ¿Qué pasaría, siguiendo el juego, si todos estuviésemos seguros de que todos son enemigos a muerte y actuáramos en concordancia?

El contraste de ambos escenarios ilustra la forma en que nuestra mirada del otro define cómo nos relacionamos con este. Yo siempre he creído que muy pocas personas matan a otras personas. Se matan hijos de puta, se matan estorbos, se matan “demonios”, se matan “judíos”, se matan “alemanes”, se matan “guerrilleros” o “paramilitares”; pero no se matan personas. No se deja morir de hambre a las personas, pero si a las estadísticas o a los “drogadictos” que ensucian el paisaje de la calle. No se explota a las personas, sino a objetos.

Y por la forma en que se comporta nuestra cotidianidad llena de indolencia, irrespeto, egoísmo, competencia, parece que tenemos un grave problema de visión. Vemos pocas personas y muchas “cosas”. El problema, dicho en términos del biólogo Humberto Maturana, es que no vemos al otro como otro legítimo. Y esa capacidad de estar en los zapatos del otro, de saber que también siente, teme, lucha, observa, anhela la felicidad y es un misterio consciente como nosotros, se llama empatía.

Pero una y otra vez caemos en la trampa de ver al otro, no como un semejante, sino como un extraño que produce distancia y miedo. ¿No hemos sido siempre así, no es el hombre el lobo del hombre, no es la humanidad una especie egoísta y competitiva por naturaleza? Esa es la farsa que nos metieron los pensadores del siglo XIX en la cabeza. Y sobre esa farsa construimos el modelo de humanidad que hoy nos gobierna y que atraviesa nuestra forma de mirar. Recordemos las palabras de Gordon Gekko en la película Wall Street: “el punto es, damas y caballeros, que la ambición es buena. La ambición es justa. La ambición funciona. La ambición clarifica, corta a través, y captura la esencia del espíritu revolucionario”. Esta lógica del más fuerte, de que la “competencia es buena para ti”, es solo un producto de la revolución industrial.

Pero la biología del siglo XXI ha mostrado lo contrario: lo que nos caracteriza y ha marcado la diferencia evolutiva con el resto de las especies, no es nuestra violencia, ni nuestra astucia depredadora; sino nuestra capacidad de sintonizarnos con otros, de coordinar actividades cooperativas, de cuidar a los que lo necesitan. Es inconcebible imaginarnos, por ejemplo, la adquisición del lenguaje, esa formidable herramienta humana, si no es a través de una inmensa sensibilidad al otro, del ejercicio de la confianza, la ternura y la cooperación.

Si tenemos en cuenta que la empatía no solo es una tendencia natural, y que por lo tanto es clave para realizarnos plenamente, sino que también es la llave para existir en armonía con otros, incluidos la fauna, la flora, los ecosistemas y toda esa vasta totalidad de la que hacemos parte, entonces se revela con claridad la importancia de ser empáticos. Por eso hay una revolución en la biología y la psicología que apunta a desarrollar la empatía como una de las claves para supervivencia en un mundo que se sumerge en la alienación.

Un buen comienzo podría ser la práctica cotidiana de los cuatro pensamientos inconmensurables del budismo. Imagine que todos los seres son entrañables familiares y a partir de esto:

1. Deje que su corazón se estremezca cuando otros sufran y genere, si no sale espontáneamente, el deseo de eliminar su sufrimiento. Eso se llama compasión.

2. Alégrese –esto requiere temple y disciplina- por la felicidad y la prosperidad de otros. Una y otra vez entienda que los triunfos de otros son sus triunfos. Esto se llama gozo empático.

3. Incube, genere, cultive el deseo de que los demás sean felices, incluidos sus enemigos. Esto se llama bondad amorosa.

4. Suelte a los otros, dese espacio, no tome nada personal, que su relación no esté llena de dramas, ni protagonismos, ni juicios, sino de una espaciosa serenidad. Eso es ecuanimidad.

Recuerde que su egoísmo nos abrirá la puerta del infierno a todos. Y su empatía será el comienzo del cielo en la tierra. No importa que tardemos eones, lo crucial es que cada uno sepa que debe ser el primero en empezar. Así todos empezaremos juntos.

- Libro:

La edad de la empatía, de Frans de Waal

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¿Somos altruistas por naturaleza? La pregunta del autor holandés, editado por Tusquets es punto de partida para analizar los comportamientos empáticos del ser humano y animales.

- Corto animado:

El poder de la empatía, de Brené Brown. De 2 minutos y 53 segundos de duración, expone con humor y contundencia el valor de la empatía. “Es una elección, una elección vulnerable”.

- Corto animado:

 

La civilización empática explica en 10 minutos y de manera lúdica cómo llegamos a sentir empatía, a partir del libro homónimo de Jeremy Rifkin (La carrera hacia una conciencia global en un mundo en crisis). “La individualidad va de la mano de la empatía, y cuando podemos empatizar con alguien es porque sentimos su lucha”, asegura.

Foto: Flickr

Por Sebastián Restrepo. Psicólogo gestaltista y sistémico.

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